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Samuel Navalón triunfa en una cochambrosa novillada en Casas Ibáñez

Julio Martínez

El paseíllo empezó con 17 minutos de retraso. Eso ya es triste, pero peor fue no guardar un minuto de silencio en memoria de Juan Cantos ‘El Pimpi de Albacete’. La globalización taurina tiene estas cosas, traga con una manifestación con cuatro ignorantes que equiparan la vida de su perro sarnoso con la de un ser humano, pero no se acuerda de un personaje transversal de la tauromaquia albaceteña en un pueblo a salto de mata de Albacete. La diferencia entre poner orden y organizar. Y todavía no hemos hablado de la presentación de los chotos, que, por cierto, salieron con las divisas mal puestas. El descanso entre el tercero y el cuarto, reglamentario en Albacete, tampoco cumplió los tiempos. Lo que tardó el presidente en llegar al palco para empezar se lo quitó a los ibañeses para merendar y para hidratarse. ¿Todo mal? Peor. A la salida del cuarto, la puerta de toriles se atascó y no fueron capaces de cerrarla hasta que picaron al churro. Negligencia grave, una redundancia habitual en este gremio. Después lo apañaron con una radial. Viva España. Y el sexto, a oscuras. Viva.

Jarocho, el torero triunfador de San Isidro, estuvo con el primero como en un tentadero. Le pegó doscientos pases de mucha categoría pero de nula entidad por el pírrico tamaño del becerrote de Murube. Además lo mató muy mal. El presidente, que, insisto, llegó tarde al festejo, llegó tarde también al aviso. Se lo tuvimos que recordar y entonces sacó el pañuelo. Ovación del peso de una ración de arroz en Somalia.

Samuel Navalón es un torero-corcho. Sale a flote con cualquier animal. Cuando liga, Billy Eliot. Brindó su obra a un señor enfermo de cáncer. Después de un inicio poderoso, dejó un derechazo de 900 grados que puso en pie a una plaza con 901 grados en la maquinaria. Sería Navalón capaz de darle fiesta a un preso en el corredor de la muerte. El final por bernardinas, un orgasmo fingido. Estuvo sensacional con la agradable, dócil y floja raspa de Carlos Núñez. Estocada entera y de efecto letal en la suerte contraria. Dos orejas con petición de rabo y vuelta al ruedo porque se la pidió, solo, el torero. Premio estupefaciente para un choto sin fuerza y sin picar. Qué desastre.

Marco Pérez quitó por escobinas a su primero, banderilleado con maestría por Rafael González. El presidente no autorizó cortar en el segundo par. Para aprobar la presunta novillada fue menos responsable. Brindó el salmantino a sus compañeros de cartel e inició lo suyo cambiando el viaje del novillo por la espalda. Se rajó en el segundo envite y a partir de ahí, el oficio de Marco. Cumplió el objetivo de los 10.000 pasos diarios persiguiendo al animal. Resolvió con una facilidad inusual para un novel. Cobijado en las tablas bailó un tango con la esperanza de un futuro prometedor. Pelín largo, pero apabullante. Pagó con la espada la penitencia de insistir con un desbravado oponente.

Con su segundo, Jarocho no pudo hacer nada. Tampoco se afanó. Un novillo muy gordo, deshecho de tienta y defectuoso, incapaz de mover ese tonelaje. Un boyagas en busca de la tranquilidad de las tablas. Sonó la música porque estamos en fiestas. Hizo guardia la espada en dos ocasiones y la abulia se apoderó de unos tendidos ya casi ebrios. Sin el casi.

El quinto… Sí hay quinto malo. Y penoso. Una birria con los pitones como dildos que las pasaría putas para pasar el reconocimiento en una becerrada. Brindó Navalón a su abuelo y anduvo luego fácil, poderoso y capaz, pero ante la inminente alternativa y confirmación, esto fue una tarde de recreo. Lo cazó recibiendo en la segunda tentativa y se atrancó con el descabello.

El sexto salió con la plaza en penumbra. Con nocturnidad y alevosía. Y el comportamiento fue propio de la situación, haciendo extraños y tirándose al bulto. Doce focos para 6.000 localidades y un ruedo medianamente amplio. Ridículo. Marco Pérez volvió a demostrar su capacidad, proyección de figura del toreo. Por momentos, con el utrero humillado, semejó a un pívot de los Lakers. Y aún así se llevó el lote más grandón. O menos chico. En un ambiente de novela de Conan Doyle, cruzó la raya y alcanzó cotas de gran toreo. No lo vio claro con los aceros y la suerte del descabello se convirtió en un espectáculo catastrófico, con los banderilleros cogiendo al bicho de los cuernos. La plaza acabó indignada. Las peñas se fueron diciendo «no vengo más». Y los alguacilillos, desaparecidos. Marco Pérez acabó llorando en el callejón.

En definitiva, una castaña.

Ficha del festejo
Casas Ibáñez (Albacete). Novillada sin picadores. Media plaza. Novillos de Carlos Núñez (2º, 3º y 4º) y Muruve (1º, 5º y 6º). Indignos de presentación por pequeños, sospechosos de pitones y de nulo juego. Al segundo se le dio una intrascendente vuelta al ruedo.
Jarocho: ovación tras aviso y silencio.
Samuel Navalón: dos orejas con petición de rabo y vuelta al ruedo.
Marco Pérez: silencio y silencio tras dos avisos.