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El gag de la discordia

El humor se tiene o no se tiene y es la manera de ver las cosas con claridad (Mingote).

Quizás lo de menos sea el gag de la limpieza nasal en la enseña nacional, que lejos de ser chistoso tiene mucho más de viscoso, por cuanto sólo así es capaz de llegar a un público importante, aunque selectivo, que devora en las redes sociales sólo aquello que desea compartir, para caja gozosa de una empresa satélite de esta corriente de sociedades instrumentales, puertas giratorias y solidaridad migratoria de Telediario. Sueña el payaso en su bandera, sueña el nacionalista en su frontera, y sueña el rico en su riqueza.

Hemos llegado a un punto en el que los medios de comunicación convencionales se han convertido en carne de despiece para los influencer del Siglo XXI, pues ya nadie de los millennial se sienta a ver un informativo de cuarenta y cinco minutos. Y no digo yo que no lleven su parte de razón, en vista de la cantidad de lazos ideológicos, amarillismo en exceso, sucesos encolados con entrevistas a sexagenarios que se asoman a la zanja, y anuncios publicitarios que se comen la información del tiempo o de los deportes. Vamos, que la televisión degenera hacia el reality show que es una barbaridad.

El gag de la bandera es una una forma de entender la realidad de lo que está pasando en España, en la que todo es posible con tal de echar un pulso a la Constitución del 78, si es que ello sirve a la causa del independentismo rebelde, a ese desafío constante que anuncia huelgas de hambre con tal de redoblar la presión sobre los que se disponen a conmemorar el 40 aniversario de constitucionalismo.

El asunto de las chicas del norte que irrumpen en la Catedral de la Almudena a grito pelado y pintarrajeadas en el blanco torso, reclamando vaya usted a saber qué, y que han sido bendecidas por los jueces como una forma de libertad de expresión, es una muestra más de que el mundo es cambiante y de que lo que ayer nos parecía divertido o escandaloso, como los chistes de Doña Croqueta o los del cabaret de los pobres, los del Teatro Chino, nos parecen hoy tan inocentes y absurdos como carentes de sentido al sacarlos del contexto de la España de su tiempo.

Pasa también que, cuando nos pasamos de rosca, y dejamos que los escraches y los escupitajos se conviertan en una forma más de libertad de expresión, dejan de ser tan cool cuando son los propios jueces los que sufren el acoso de las nuevas barras bravas separatistas, aleccionados ya desde la escuela. Que esto de la guerra de las banderas ya viene de antiguo. Y de lo recuperar competencias, también.

Y es que la libertad de expresión llevada al límite de la provocación está muy bien hasta que le tocan a uno las narices, claro, y le pintan el ascensor de su casa, y es ahí donde ya se encienden las alarmas. Y entonces la gracia ya no es la gracia que dice ser el cómico, sino algo bastante más diabólico que atenta contra la convivencia, las libertades y el respeto a la norma, y que ya en el 34 acabó de aquella manera. Que esto de las banderas, debería saberlo Dani Mateo, como las gracietas, las carga el diablo.

La bandera de España, y ahora que estamos en vísperas del 40 aniversario de la Constitución conviene recordarlo, se puede defender de muchas maneras, entre ellas, respetándola, como se respeta a la del arcoiris o cualquier otra que simboliza convivencia. El gag de la discordia no deja de ser una secuencia más del entorno de los que apuestan por la fractura social, y que dentro de un par de generaciones nos parecerá tan ridícula, -la broma, no la fractura-, como hoy nos lo parecen las de Martes y Trece en los ochenta; así que, de ahí a llevarlo más allá, a los Juzgados de la Plaza de Castilla, es hacerle un exceso que no merece personaje tan a la medida de los camisas negras.

En la España desnuda del procès, el rey merece ser Wyoming. Cómo no nos va a decir Europa que estamos haciendo el panoli, si es que no salimos de una, y ya estamos en otra.

 

ADOLFO JMF