Volver la vista atrás es una cosa y marchar atrás, otra (Charles Caleb)
Si en algo coinciden las encuestas en estos momentos, y a falta de que conozcamos la cifra final de tarjetas black que se fueron por el bidé de los prostíbulos andaluces, es que el PSOE del silente Pedro Sánchez (bendito plasma) no termina de capitalizar en escaños la caída en picado de Podemos, a quien ya no le corresponde el beneficio de la duda de aquellos jóvenes indignados de 2011, habida cuenta de lo poco que socializamos los chalés con artesonado rústico, ni tan siquiera para dar cabida a alguno de los miles de #WelcomeRefugees que de buena gana agradecerían un espacio en el almacén donde duerme el motocultor y el reductor de ph de la piscina.
No debe ser casualidad ese dato, y el hecho de que desde el pasado lunes, TVE emitiera de buena mañana imágenes en blanco y negro de Blas Piñar, el último ultraderechista vivo en la retina del realizador de `Los Desayunos’ -aunque fallecido en 2014- que obtuviera representación parlamentaria en aquel Congreso de los Diputados donde Pasionaria, Carillo, Fraga y el propio líder de la extinta Fuerza Nueva, junto con otros personajes históricos -con peluca o sin ella- que escribieron su página durante la Dictadura, configuraron el episodio político más espectacular que los españoles hayan podido darse: la Transición, y ese espíritu del 75 que ahora trata de dilapidar, algunos de dinamitar, el propio Sánchez con sus idas y venidas al Valle de los Caídos.
La Transición fue una pieza de orfebrería política sin parangón en la historia de España, y fue Adolfo Suárez quien tuvo que hilar fino para ejecutar una obra maestra entre quienes lo consideraban un traidor a la causa, y quienes lo presentían como un simple renovador de la Camisa Azul. No fue casualidad que postergara la legalización del Partido Comunista a una fecha coincidente con el luto oficial de Viernes Santo, con media España procesionando y otra media en la playa. No le libró, sin embargo, a Adolfo Suárez su agudo olfato político al pasar de un régimen a otro régimen, ni del ruido de sables, ni de las mociones de censura del PSOE, ni de una oposición a sangre y fuego, al mismo tiempo que los atentados se contaban por decenas cada semana en aquellos años de plomo, donde los asesinatos terroristas ya dejaron incluso de ser noticia de primera página, y apenas se encontraban curas disponibles en las parroquias del País Vasco para oficiar los entierros.
Lleva razón Aznar cuando afirma que la derecha española era sólo una y no veintiuna, cuando él ungió su dedo infalible sobre la cabeza de Rajoy; no necesitó en 2003, como sí el Papa, ni fumata blanca. Pero es que la sociedad es cambiante, y desde aquellas imágenes de Blas Piñar y Pasionaria en los escaños del Congreso, a nuestros días, España se ha ido transformando y las fotos fijas pasan a las hemerotecas y a los archivos históricos digitalizados.
Se diluyó la extrema derecha, pero surgieron movimientos reactivos a los episodios de corrupción política, a la gran crisis financiera de 2008, al colapso de los mercados, las hipotecas subprime, el castañazo de Lehman Brothers, la prima de riesgo, los escraches, las puertas giratorias, las campas del 15-M, el florecimiento de másters de aquella manera, el Brexit, la nacionalización de Bankia, las Preferentes, la sangría migratoria, los atentados de las Ramblas, las primarias en los partidos, la tocata y fuga de todo un presidente de la Generalidad -sublevada como en octubre del 34-, los políticos presos, el relevo en la Monarquía tras la caída tonta de Bostwuana, la entrada en la cárcel de un miembro de la Casa Real, y el movimiento global #Metoo; y tantas otras cosas, tantas, que nos hubieran parecido impensables hace tan sólo 14 años, y que desenfocan la realidad de quienes creyeron que los países, los pueblos y sus gentes no mutan, no crecen, no cambian; que se quedan en una especie de Mannequin Challenge, como el que hicieron nueve mil personas en Vistalegre exigiendo el fin de las autonomías, o sea, de la Constitución Española del 78.
Mariano Rajoy hizo una labor impagable para evitar el rescate financiero, y con ello el hachazo al sector público y a las pensiones, y esto es algo que con el paso del tiempo la sociedad española tendrá que reconocerle, eso sí, años después de que lo haga Europa y el Mundo. Escamotearle la generosidad de ese tributo al ex presidente del Gobierno, en medio de esa España convulsa en la que las palabras Concordia y Consenso son ya una quimera, y lanzarle a la cara la presunta división en tres de la derecha política, es de un trazo tan grueso como creer que los diez millones de votantes que forman parte de la base social del Partido Popular caben en ese autobús de #HazteOir, el de las vulvas, que recorría las calles de Madrid hace unos pocos meses.
En el censo poblacional, al otro lado de la izquierda plurinacional de Podemos, Sánchez y Rufián, caben muchas sensibilidades, y alentar la esperanza de un nuevo Blas Piñar, como ambiciona la Televisión Pública de Rosa María Mateo, es un guiño burdo a una foto fija que ya pasó a la historia, y que algunos deben echar de menos para provecho propio. Ya dice un proverbio ruso que añorar el pasado es correr tras el viento, y hay quizás quienes pretendan correr tras un pasado que en la España constitucional de hoy no tiene cabida, salvo que lo que se busque es enhebrar una estrategia de laboratorio, al albur de lo sucedido en Brasil con Bolsonaro o en Italia con Salvini. La excusa perfecta para partir a un Partido Popular, o intentarlo al menos, tan firme en su vocación europeísta, como en su convicción de la unidad de España.