ADOLFO JMF
“Para todos los males, hay dos remedios: el tiempo y el silencio” (Alejandro Dumas)
En tiempos en los que con las bombas que tiran los fanfarrones de Podemos y Pedro Sánchez, se hacen las yemeníes tirabuzones; en unos tiempos en los que las bombas son más inteligentes que las personas y, por tanto, no se van a equivocar matando a los contrarios, ya las podéis vender tranquilos, hale; en estos tiempos en los que la doble moral atrapa a todo un presidente por accidente y su equipo de ministras y ministros, la mayoría de ellos ya con méritos suficientes para haberse marchado -en sólo cien días- tras los pasos de Máxim Huerta y Carmen Montón; tiempos en los que el que no hace un injerto fraudulento en la tesis doctoral es porque no quiere; en el que la subida de impuestos al diésel y al ahorro nos las plantean como un palco VIP hacia la transición ecológica; en la que nada es verdad, ni nada es mentira, sino que todo depende del color del cristal de la Televisión Pública con el que se mira.
En unos tiempos de confusión y fatuidad, de apariencia vana, de discursos groseros, donde se nos olvida entrecomillar entre trescientas y quinientas palabras, o más; en unos tiempos en los que todo vale, mi casa y la piscina es la tuya, que va a ser que no, nueva temporada; en el que todo se resuelve con un tuit y un zasca. En unos tiempos vacuos donde todo pasa por el ‘y tú más’, donde unos Presupuestos que se suponían antisociales y fachas son los que dan la vida al actual inquilino de Moncloa, The Doctor le llaman, donde todo vale con tal de viajar a la Fiesta del Despilfarro y del Poder. O a Benicássim.
En medio de todo este totum revolutum que arrastra el viento de la memoria, nos llega la palabra bella de Raúl del Pozo, glosando la figura de la persona con la que estuvo casado 48 años. “Su destrucción me recuerda a la de Isabel de Portugal, pintada por Tiziano que tanto asombró al duque de Gandía que, al verla muerta y desfigurada, con sus bellas formas borradas, ingresó en la Compañía de Jesús. La emperatriz se extinguió, no su bravura. Ordenó apagar los candelabros para que no vieran su cara deformada y cuando le recomendaron que gritara, contestó: Me moriré, pero no gritaré”.
Manuel Serrano acaba de perder a su padre, justo después de cerrar la Puerta de Hierros de la gran y multitudinaria Feria de Albacete, una de las más limpias y seguras de España. Con el gesto sereno, con tranquilidad del deber cumplido, con la procesión por dentro, con la profesionalidad a prueba de bombas inteligentes. No gritó.
Lo llevó con la sensatez y pulcritud de quien se sabe sostén de un proyecto de gobierno sobre el que descansa la piedra angular del proyecto; con la templanza de quien atesora un buen discurso, pleno de criterio político, con cercanía a la vecindad, a los barrios, en consenso con los que piensan diferente, con respeto y educación hacia todos los grupos de la Corporación, notable en cordialidad, en inteligencia y también en firmeza -absoluta firmeza-, para reivindicar sus convicciones y los intereses del Ayuntamiento que preside, por encima de dogmas de fe, por encima de intereses partidistas y de actitudes déspotas. Por Albacete, esta ciudad puede confiar en su alcalde.
Manuel Serrano ha metabolizado la verdad de su dolor, y ha permanecido generoso y a pie de obra, junto al pueblo de Albacete y a su familia, en todo momento, en toda tesitura, en cualquier circunstancia, con la pena cayendo sobre sus recuerdos de Fuenteálamo, y fue él, y tan sólo él, quien hizo virtud de su propia añoranza, quien miró hacia atrás y lloró para adentro ese trozo de alma que se desgaja cuando tu padre se marcha. Y no gritó.