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Tres comidas y un funeral

ADOLFO JMF

En estos días sólo puede ser optimista un gran cínico”. Milan Kundera.

Desde aquella intervención épica del delegado de Pedro Sánchez en tierras iberoamericanas, Juan Gil, a la sazón alcalde de El Bonillo, testando lo de Venezuela como una “democracia en estado puro”, no habíamos tenido ocasión de sonrojarnos tanto en la defensa de un régimen que está en el punto de mira de la ONU, y no precisamente por un quítame allá esas pajas en un pucherazo electoral, sino por graves violaciones de derechos humanos en el contexto de una crisis política, económica, social y humanitaria severa, tal y como describe un informe reciente del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas.

Esto que pareciera un hito, lo de que los venezolanos comen tres veces al día, recogido en un archivo sonoro de alto valor documental, y propio del aspirante de Podemos a la Comunidad de Madrid, Íñigo Errejón, merece ser estudiado en los libros de texto como un manual del perfecto nuevo ricohombre europeo que, sin haber pisado nunca antes una empresa que no fuera la de la casta de la Universidad Pública, es capaz de reírse del éxodo de 5.000 personas que abandonan cada día Venezuela, según cifras de ACNUR y de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).

Cinco meses han pasado ya desde la moción de censura a la Constitución de 1978 y, ni se muere Franco, ni cenamos al menos tan opíparamente como deben hacerlo estos locos venezolanos que les da por hacer caravaning fronterizo, con destino hacia ninguna parte, y que a decir de los socios de Pedro Sánchez no son capaces de apreciar las bondades de una crisis humanitaria de pan, postre y tizana; pues estos que tal cosa defienden, son los colaboradores necesarios de un presidente del Gobierno de España al que, cada vez más, se le va quedando cara de disfrutar de los Presupuestos Generales del Estado que dejó envueltos en papel de celofán azul el Partido Popular.

Al menos, hoy ya hemos dejado de escuchar el mantra de la desnutrición infanto-juvenil, producto de los recortes del Gobierno de Rajoy, y que llevó al Good Doctor plurisocialista y válgame la tesis a nombrar una alta comisionada para la Lucha contra la Pobreza Infantil en España, como si esto fuera Burkina Faso, y él mismo, Pedro Sánchez, un embajador de UNICEF a lo Angelina Jolie. A veces, pareciera que nos toman por tontos del bote, si no fuera porque las estadísticas y la realidad son tozudas: España ha crecido por encima de la media europea durante el mandato del gallego sabio, en tanto que ahora el Tío Juncker de Bruselas acaba de rebajar dos décimas la previsión de crecimiento en España y, de paso, aumenta el déficit público para 2019 hasta el 2,1% del PIB, tres décimas por encima de lo que prevé el gobierno actual, y ocho con respecto a la meta pactada con la UE. Tate. Y todo esto en cinco meses, qué tiacos.

La pregunta del millón acaba de hacerla el propio Pedro Sánchez en el Palacio de la Moncloa. Con esta hambruna hispana, de emergencia social que nos relataban hasta hace cuatro pipas: ¿Qué tendrá que ver la subida del Salario Mínimo Interprofesional con la situación judicial de los encausados del procès, ora secesionistas, ora rebeldes que dijera en su día Pedro Sánchez, ¿o fue su espectro, según la vicevogue Carmen Calvo? La respuesta es obvia: Nada. Que diga, todo.

Pues el independentismo no ha hecho a Sánchez presidente de España para que éste pasee su bien esculpido cuerpo de ala-pívot de los Knicks por la intersección de Times Square de Manhattan; ni para que eche el verano festivalero a bordo de un avión del Ejército del Aire… ni que fuera JFK; ni para colocar a la primera dama en la puerta giratoria del Instituto de Empresa. No. A Pedro Sánchez no lo han hecho presidente para negociar unos nuevos Presupuestos Generales del Estado (qué Estado) con los que freír al autónomo, entre otras cosas, porque al PNV le vale la prórroga de lo que negoció hace unos meses con el Partido Popular; y a los del tres per cent, el Estado les suena a gobierno en el exilio.

A Pedro Sánchez le hicieron presidente para incinerar la Constitución Española y oficiar la amnistía general en el entierro de Montesquieu. Y para hacer de España un país donde nos podamos sonar los mocos sobre el Artículo 2, que es tanto como decir sobre la enseña nacional, para después dejarnos a un paso de solicitar el estatus de refugiado a todo aquel ciudadano que no pinte grafitis en los vagones del tren a favor de la causa soberanista, o porte lazo amarillo. O sea. Que de qué Salario Mínimo Interprofesional le estamos hablando a los políticos presos, o al fugado Puigdemont, nos vienen a decir.

Con Franco también había mucha gente en España que hacía tres comidas al día, y por San Andrés hasta cinco o seis; y se hacían películas ye-yés que hoy se reponen hasta la saciedad en ‘Qué tiempo tan feliz’, porque son garantía de éxito de audiencia en la mesa camilla familiar. Así que, antes de modificar la Ley de Memoria Histórica, por favor, consulten a Íñigo Errejón.